Dentro del programa de estudios de piano en el Manhattan School of Music, José Antonio tomó clases de composición con el profesor que más marcó su carrera artística, Giampaolo Bracali, un italoamericano que solía venir a República Dominicana con compañías de ópera, cuando la maestra de piano Aída Bonelly dirigía el Teatro Nacional. Entre las prácticas y las composiciones, Bracali vio algo en José Antonio que quizá nadie antes había visto: era muy buen pianista, pero tenía un talento mayor para la dirección. Era capaz de explicar detalles de una partitura a sus compañeros pianistas o violinistas para que interpretaran mejor la idea del compositor, el espíritu de la obra. Bracali no solo lo ponía a dirigir la orquesta de cámara en las clases, sino que le daba lecciones particulares de disciplinas de conducción. Hubo un momento en que no tenía cómo pagar esas clases y había dejado de tomarlas… hasta que el maestro le reclamó. Cuando supo cuál era el problema le dijo a José Antonio que por escasez de dinero no faltara y le dio clases gratuitas mucho tiempo.
Bracali y José Antonio fueron tan cercanos que el profesor conoció primero que él a sus hijos. Él y Carolina se habían casado hacía más o menos un año y el primer embarazo fue doble… Adrian y Alexander nacieron un 15 de febrero en Santo Domingo, cuando su padre hacía el segundo año de piano en Nueva York y no podría permitirse un viaje hasta mayo. Bracali vino a presentar una ópera, conoció a los niños y le llevó una foto de ellos a José Antonio, quien había sentido tanto terror al saber que serían mellizos que pensó que su sueño musical se había terminado, que tendría que dedicarse a un oficio menos sublime para sostener a su familia. Pero lo bueno de los temores es que no tienen por qué convertirse en realidad.
La semilla de la dirección de orquesta y la composición fue germinando en José Antonio desde las clases con Bracali y en 1986 ―al terminar el Máster de piano― entró a Juilliard en un programa con el mítico director italoamericano Vincent La Selva, el fundador de la New York Grand Opera, quien falleció este otoño a sus 88 años. Entonces, en el Alto Manhattan, seguía saliendo temprano a tomar el tren para llegar a la academia, encontrándose escenas muy típicas de su país natal en los alrededores de la estación: puestos de venta de plátanos y otros productos caribeños cuyos dependientes se alegraban las mañanas con merengues; y restaurantes populares dominicanos, como La Caridad ―donde solía ir a comer copiosos platos de bistec encebollado―.
José Antonio recuerda con orgullo sus presentaciones como concertista. En 1986 tocó el Concierto de Schumann, dirigido por el Maestro De Windt en Santo Domingo. Margarita Copello ―su principal mecenas, fundadora de Sinfonía, fundación promotora de la música clásica en el país por más de 30 años― lo envió al curso de interpretación pianística organizado por Paloma O’ Shea en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, donde quedó entre los 14 finalistas e interpretó la Sonata no. 17 de Beethoven, La Tempestad, en la noche de clausura. Pero se define como un pianista tenso. Con la dirección ha sido distinto:
―Para mí es una responsabilidad mucho mayor que tocar un instrumento como el piano, pero estoy mucho más en el hábitat que yo creo que es mi pequeña misión.
Siempre que habla de su formación, el Maestro Molina reconoce que la libertad que hoy siente al frente de una orquesta se la debe a La Selva y a Bracali, con quienes aprendió técnicas operísticas.
―Un director puede estar lleno de las ideas más hermosas del mundo, pero si no tienes cómo traducirlas a la orquesta te quedas con ellas adentro. Y ellos, los italianos, tienen la convicción de que el director debe transmitir todo con sus manos y sus gestos. Ya el habla es una cosa que aporta, pero la formación integral como director debe discurrir sin tú abrir la boca, a través del contacto visual y, sobre todo, la técnica de dirección, que es una técnica universal.
Pero dominar las técnicas, aun cuando se tiene el talento, puede requerir tiempo. Cuando era un joven aprendiz de director, José Antonio ensayaba mucho el gesto que mostraría en el escenario frente a un espejo en la sala de la casa de Guillermo, con la música sonando en un estéreo. Eran los tiempos de buscar referencias, de ver cómo conducía Karajan o su héroe, su director más admirado, el fascinante Leonard Bernstein. Pero hace mucho que dejó de ser así. Ahora él es el Maestro Molina y ya «es la música la que produce el gesto automáticamente». Se compenetra tanto con ella que a veces parece que está a punto de estallar en llanto si las notas evocan melancolía y cuando dirige algún merengue sinfónico deja en evidencia que no sólo heredó un parentesco físico de su madre bailarina folklórica.
Desde que sintió que su vocación más fuerte era la conducción, José Antonio tocó puertas para debutar en República Dominicana, pero no fue tan fácil como con el piano. Sin embargo, en Venezuela sí le dieron la oportunidad de mostrar su talento en 1986, antes que su propia nación. El pianista dominicano Oscar Luis Valdez Mena, egresado de Juilliard unos años antes que él, hizo las gestiones con el director de la Orquesta Sinfónica de Maracaibo, Eduardo Ran, para que José Antonio dirigiera en un programa de Gershwin, y él tocara como concertista. Así fue y José Antonio dirigió los Cuadros Sinfónicos de la ópera Porgy y Bess, la Obertura Cubana, el Concierto en Fa para Piano y Orquesta y Rhapsody in Blue. Más de tres décadas después del debut, el Maestro siente una gratitud y deuda eterna con Venezuela.
En 1987, en el programa de las Bodas de Oro en la música de Carlos Piantini ―quien había sido nombrado director de la Sinfónica dominicana dos años antes―, José Antonio condujo también los Cuadros Sinfónicos de Porgy y Bess en una presentación de unos quince minutos. Pero el momento que considera como su verdadero debut en el país es el día en que dirigió la Sinfonía Española de Édouard Lalo y la Sinfonía no. 6 de Tchaikovsky, la Patética que lo enloquece desde entonces. En un pasillo en la casa de sus padres se exhibe la fotografía de ese momento: un José Antonio de 27 años, delgado, con el pelo abundante por la nuca, un poco ensortijado y aún oscuro, inclinándose levemente hacia atrás y sin atril. Sin partitura, como le insistía Bracali.
Aída Bonnelly ―también egresada de Juilliard, fallecida en 2013― es una de las personas que José Antonio tiene en el pedestal de la gratitud. Le confió una composición para el aniversario dieciséis del Teatro Nacional, hasta hoy la única pieza que ha encargado esta institución. Molina trabajó alrededor de año y medio en la escritura y el jueves 17 de agosto de 1989 estrenó su Fantasía Merengue ―entonces reseñada en los periódicos como Merengue Fantasía, por la traducción del inglés en que la tituló originalmente―, una obra sinfónica de poco más de treinta minutos basada en merengues, bolemengues y pambiches tradicionales dominicanos como Compadre Pedro Juan, Los Algodones, El Jarro Pichao o Papá Bocó. Una manera de aprovechar las raíces folklóricas que ―matiza― no es ningún descubrimiento: ya lo habían hecho Piazzolla con el tango, Ginastera con el malambo argentino, Manuel de Falla con música popular española y un largo etcétera.
Un año después envió un vídeo para aplicar en el Affiliate Arts Conductors Program en Nueva York, que buscaba nuevos talentos para la dirección. Entre más de 100 directores que aplicaron eligieron un grupo más reducido para la audición con la Orquesta Sinfónica de Rochester y José Antonio fue uno de ellos. Las audiciones se realizaron en el Eastman School of Music… muchas obras, varios rounds, más los segmentos teóricos y auditivos. El Maestro recuerda que seleccionaron solo tres finalistas: dos mujeres y él. Este resultado le abría las puertas para audicionar con grandes orquestas de Estados Unidos para una plaza de asistente.
Fue a Houston, sin suerte. Antes había ido a la Orquesta Filarmónica de Buffalo y no lo habían elegido. El director de la orquesta en esa época, el chileno Maximiliano Valdés, es ahora el titular de las orquestas sinfónicas de San Juan y del Principado de Asturias en España y en 2016 lo llevó a Puerto Rico a dirigir la Obertura Corioliano de Beethoven, el Concierto para Violín no.4 de Mozart y la Patética de Tchaikosky. De esa noche el crítico puertorriqueño Luis Enrique de Juliá dijo que para hacerle honor a su versión de la obra del ruso necesitaría escribir un ensayo y que Molina «condujo la orquesta a excelsos niveles de expresividad, afinación, sonoridad, color y precisión en las dinámicas y en el pulso del selecto grupo de las grandes orquestas filarmónicas internacionales. Nunca había escuchado a la Sinfónica (de San Juan) sonar así».
Guillermo Antonio Molina había solicitado la residencia para José Antonio, Carolina y los mellizos en 1982, pero al ser un hermano el trámite culminó a los diez años, dos después del nacimiento de la única hija de la pareja, Arianna. En 1992 la familia se mudó a Nueva Jersey donde una tía de Carolina, ya que el artista no tenía ingresos estables.
Eugenio Van der Horst, su amigo y copista, y Víctor Sánchez, un compadre bajista al que llama El Mamut de cariño, se encontraron con Juan Luis Guerra en un tren. Estaba trabajando en el disco Areito y había buscado varios arreglistas reconocidos para que adaptaran los acordes que había hecho para Cuando te beso en la guitarra, pero hasta ese momento ninguna propuesta le había complacido. Los músicos le dijeron a Juan Luis que Chicho estaba en Nueva Jersey «en olla» dando clases de piano y aceptó probar con él.
José Antonio se sentó al piano de pared que tenía su hermano y le hizo el arreglo a la canción. Fue al Estudio 440, en Nueva York, a grabar el demo tocando él mismo todos los sonidos en un teclado. Juan Luis lo escuchó por teléfono y le enviaron la grabación al hotel donde se hospedaba esa misma noche. A primera hora del día siguiente lo llamó.
―¡Chichov!―Juan Luis y la cantante Maridalia Hernández rusifican su apodo recordando al orquestador Rimsi-Kórdakov, maestro de Stravinski―. Eso es lo que yo andaba buscando. Vamos a grabar mañana.
Cuando te beso, escrita por Juan Luis, es una canción rebosada de sensualidad, a lo que también influye el solo de violonchelo de la introducción. Luego Juan Luis canta «Cuando te beso/ Todo un océano me corre por las venas/ Nacen flores en mi cuerpo cual jardín/ Y me abonas y me podas, soy feliz…Y un gemido se desnuda y sale de tu voz/ Le sigo los pasos y me dobla el corazón…».
José Antonio, que allí solo tenía picoteos como instructor de piano y tocando el órgano en una iglesia los domingos, ganó por primera vez cuatro mil dólares «que no los había visto juntos nunca». El arreglo le permitió alquilar un piso en el mismo estado e independizarse, pero aún faltaba la nota que impulsaría su carrera.
En 1993 Raúl di Blasio ofreció el concierto «En tiempo de amor» en el Teatro Nacional. Josefina Miniño se encontró con él y, sin conocerse previamente, le habló de José Antonio. Le anotó el teléfono en un papel, que el pianista guardó en su chaqueta quizá por cortesía. Poco después Raúl iba a Argentina y tuvo diferencias con su arreglista, Jorge Calandrelli. Estaba a punto de grabar Piano de América II, no tenía arreglista ni director y ya había dado un adelanto a la London Symphony Orchestra para la grabación. En el aeropuerto encontró en los bolsillos el papel que Josefina le había dado y llamó a José Antonio para ofrecerle el trabajo. A su regreso a Estados Unidos, unas dos semanas después, se lo llevó a su casa en La Florida.
―En una semana hice doce arreglos… durmiendo solo lo necesario ―recuerda El Tigre, como le dice Di Blasio―. Me metía en un cuarto y Van der Horst pasando la música. Yo escribo, él copia, yo escribo, él copia.
Piano de América II salió a la venta en 1994. Di Blasio se presentó luego en el Braward Center for the Performing Arts de La Florida y fue José Antonio quien lo dirigió. Emilio Estefan estaba en el público y fue entre bastidores a hablar con él. Quería que dirigiera el concierto de Gloria Estefan en El Vaticano, por el aniversario 50 de la ordenación del Papa Juan Pablo II, en menos de un mes. Así lo hizo y Emilio Estefan se convirtió en un padrino para su carrera como arreglista y productor en momentos en que Miami era el centro de las producciones discográficas latinas.
José Antonio fue arreglista y condujo la orquesta del disco Di Blasio Latino, de 1995, producido por Phill Ramone, a quien ya había conocido en los estudios de Emilio Estefan. Y ahí se abrió otra puerta. Lucciano Pavarotti había contratado a Phill para producir el cuarto concierto Pavarotti and Friends y el tenor italiano quería un conductor que pudiera dirigir música clásica, pero también popular. Al ver a Molina, Ramone creyó que era el indicado. El dominicano pensó que solo estaría en el Pavarotti and Friends de 1996, pero fue director y arreglista principal en los seis conciertos que siguieron ―desde 1998 hasta el último en 2003―. Tuvo una relación cercana con el Maestro Pavarotti, quien siempre pensó que José Antonio había puesto Arianna a su niña ―que a veces iba con él a los ensayos― en honor a la ópera Ariadne auf Naxos de Strauss. También trabajó con Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras en un concierto de Los Tres Tenores en China.
Aunque el Maestro Molina no logró una plaza como asistente tras la competencia de 1990, cuatro años después se convirtió en el director de la Palm Beach Symphony, primer dominicano en ser el titular de una orquesta sinfónica en Estados Unidos. Fue entonces cuando se mudó a Miami, donde también dirigió la Florida Symphony y la Miami Latin Pops Orchestra y consolidó su faceta de arreglista, participando en producciones con Di Blasio, Gloria Estefan, Julio Iglesias, David Bisbal, Ricky Martin, Thalía, Alejandro Fernández, Cristian Castro y otros artistas españoles y latinos.
Un día, mientras hacía unos arreglos para el disco Azul, con Cristian y Kike Santander, el productor, José Antonio se sentó al teclado y empezó a tocar una melodía que había compuesto sin pretensiones de grabarla porque no se considera autor de canciones. A Cristian Castro le atrajo la música y le pidió que cantara la letra. Si pudiera le encantó y la incluyó en el disco, pese a algún resabio de Santander: Si pudiera/ Yo nadara como un pez/ Entre tus venas/ Si yo pudiera/ Hoy cambiaría mis sonrisas/ Por tus penas…/ Si pudiera/ Te llevara a algún rincón/ Cerca del cielo/ Donde la lluvia/ Y un arco iris/ Se confunden en un beso/ Cada mañana/ Tenerte aquí/ Para decirte/ Que te quiero…
Es la única canción que ha compuesto el Maestro Molina y asegura que no es producto de ninguna experiencia personal, sino de la generalidad de amores o sueños imposibles que cualquiera podría vivir. A nivel discográfico, ha producido Caribbean Gems y Caribbean Treasures, arreglos sinfónicos de temas dominicanos de merengues y boleros.
José Antonio afirma que la música popular corre por sus venas y considera que su flexibilidad como artista, por la influencia de sus padres, ha sido determinante: si fuera un músico exclusivamente clásico quizá nunca hubiese llegado a Pavarotti ni hubiese sido arreglista popular, lo que para él ha sido una fuente de ingresos importante. Su gran manager ―nunca ha tenido uno― ha sido su trabajo, desde Di Blasio. Por eso dice que ninguna tarea se puede tomar con ligereza porque cada cosa que un artista haga con rigor, aunque no sea el centro de su vocación, puede abrirle otras puertas. La impresión que causa en sus espectadores ha sido su leitmotiv para nuevas oportunidades. Está en deuda con la música popular, pero su razón de vida es la clásica.
―Cuando yo estoy trabajando la música de los grandes maestros pasa algo visceralmente en mi alma y en cada parte de mi cuerpo que no pasa haciendo ninguna otra música. Es una experiencia inolvidable―, contaba José Antonio la tarde del té.
Sus hijos viven en Estados Unidos y no han seguido sus pasos en el arte: los mellizos son farmacéuticos y Arianna ―madre de Camila, su pequeño amor de dos años que le dice «Amazing Abo» cuando lo ve o habla con él por videollamada― estudia terapia del habla. Que se dediquen a otros oficios no es algo que le afecte pues José Antonio no recomienda a nadie, aún si tuviera talento, dedicarse a la música si puede entender su vida sin ella. Él no es capaz.
Tras haber hecho carrera en el extranjero, aunque con idas y venidas frecuentes para presentaciones en el país, a José Antonio le tocaba volver al puerto de origen. En 2009 fue designado Director Titular de la Orquesta Sinfónica Nacional de la República Dominicana.
En la pausa del ensayo de Guillermo Mota, algunos músicos se acercan a José Antonio para conocer su impresión sobre cómo han tocado ―aunque hable durante las pruebas, su oído identificaría cualquier sonido que no se toque como va― y él elogia el trabajo que han hecho. Si tuviera correcciones para un músico, siempre hablaría con él a solas. Luego se aproxima el joven director:
―Muy bien, papi―, le dice el Maestro a Guillermín, como le llama, con una cercanía un tanto paternal.
Cuando van a grabar los cortes para la telefónica con el Maestro Molina eligen el segundo nivel del Teatro, con unas lámparas circulares de luces amarillas de fondo. Esta tarde José Antonio viste un jersey azul marino de mangas largas y cuello alto y pantalones jeans oscuros. Se aclara la garganta, se peina con las manos ―grandes y con los dedos largos―, apoya un codo en la barandilla y empieza a responder, reiterando que la música clásica no es arte para élites.
―El acceso a la música clásica pienso que es un derecho que tiene cada ciudadano dominicano. No es un privilegio ―afirma―. Es un deber nuestro llevar la Orquesta a todos los sectores de la sociedad dominicana, a escuchar música clásica, música universal.
Lograr que la música clásica sea cada vez más escuchada en el país es uno de sus anhelos. Y avanza algún paso cuando dirige la Sinfónica fuera del Teatro ―como en los Conciertos Altagracianos que patrocina el Banco Popular en la Basílica de Higüey― o cuando lo hace con su propia orquesta, la Filarmónica Molina. El primer día de diciembre se presentó con ella en una abarrotada Plaza España, en la Zona Colonial de Santo Domingo, en un concierto que arrancó interpretando su composición Obertura Yaya ―así le dice a su amiga Maridalia Hernández, a quien está dedicada―. Era la segunda edición del concierto gratuito, promovido por la Alcaldía del Distrito Nacional y el periódico Listín Diario, y Maridalia interpretó canciones populares con arreglos sinfónicos y, entre esas piezas, «Salsa pa’ tu lechón» con el carismático merenguero Johnny Ventura, quien la canta originalmente.
Si le pusieran a leer con un prompter, José Antonio se pondría nervioso. Aunque a veces lee algún discurso, preferiría improvisarlo o aprenderse de memoria las notas que toma a lápiz ―cuando compone música también lo hace a mano― pues entiende que así tiene menos margen para equivocarse… como al dirigir se siente al control dominando cada nota de la partitura.
Al regresar a la sala termina el ensayo y le dice a Guillermo Mota que el repertorio es fresco y siente que la Orquesta lo está disfrutando. Y esta es una de las muchas cosas que a Margarita Copello, presidenta de Sinfonía, le gustan de José Antonio: «Él no es egoísta con su obra, con su dirección. Les da oportunidad a otros… Le da paso a la juventud».
Aunque hay músicos en la Sinfónica que ya la integraban cuando José Antonio debutó en 1984, hay también muchos jóvenes, como Guillermo y Santy Rodríguez, quienes han ido aprendiendo técnicas de dirección con una orquesta de más de 80 miembros, ventaja que no tuvo el Maestro Molina en sus inicios.
―A la juventud con talento o te la tiras en las narices o hay que abrirle campos ―opina Josefina Miniño―. A él (José Antonio) le encanta darle oportunidades porque él fue casi una víctima de eso.
Cuando Santy Rodríguez estudiaba flauta en La Vega, con 12 años, lo llevaron a un concierto conducido por Molina. No conocía mucho de la música clásica, pero en ese momento pensó que quería ser como ese director. Luego de que estudiara flauta en España, su mecenas, Arelis Rodríguez ―quien también le abrió algunas puertas al Maestro desde sus inicios― lo puso en contacto con él. José Antonio lo integró a la Orquesta como practicante y hace dos años entró formalmente como director residente.
―Es una persona sumamente respetuosa con el oficio ―afirma Santy de José Antonio, a quien ve como un padre, en la música y en la vida―. Súper trabajadora, súper disciplinada. No se conforma… él quiere más, pide más, pide más, pide más. Con una coherencia exquisita a la hora de interpretar cualquier tipo de repertorio.
Al terminar un ensayo, José Antonio reconoce con aplausos a la Orquesta, para la que es no sólo director, sino también líder. Es muy afable y cercano con los músicos, pero por el respeto que le tienen ninguno de los jóvenes lo tutea y cuando algún intérprete llega un minuto tarde al ensayo, encontrando al director en el podio, debe esperar la pausa para integrarse. Si surge un problema de disciplina en el grupo, José Antonio lo resuelve sin titubeos. Camelia Pérez Vidal, su asistente desde 2009, cuenta que en todo momento está presto a ayudar a los músicos, que nunca salen de su oficina con una respuesta negativa.
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Durante casi dos décadas la dirección artística y musical del Festival Musical de Santo Domingo ―creado por la Fundación Sinfonía, entidad que administró la Orquesta Sinfónica Nacional desde 1990 hasta 2002― estuvo a cargo de directores extranjeros. Pero la undécima edición del festival bianual, en mayo pasado, la dirigió el Maestro José Antonio Molina. En 2007, para el décimo aniversario del Festival, había compuesto la Fanfarria Novis Tempuris para percusión y metales y dirigió un concierto con el trompetista Arturo Sandoval. Y en 2015, como preludio a su designación como director musical, condujo el concierto de clausura con un repertorio de Strauss, Ravel y Tchaikovsky con su Sinfonía no.6 en Si Menor.
―Es un gran director ―comenta Margarita Copello―. Transmite la música. Tiene esa facilidad de transmitir y los músicos le escuchan. Le obedecen. Es un placer verlo dirigir. Y yo creo que es una gran suerte tener una persona como él.
Para estrenarse como el primer dominicano en dirigir el Festival Musical de Santo Domingo, el Maestro incluyó en el repertorio la Sinfonía no.9 de Beethoven, su compositor favorito, para interpretarla con un coro creado desde cero para la ocasión… porque a José Antonio le apasionan los retos, no la comodidad. La soprano Paola González y Elioenai Medina ―director del Coro Nacional y pianista que también considera al Maestro como un padre musical― duraron cerca de un año formando el coro y unos cuatro meses ensayando con esmero para que José Antonio no tuviera detalles que corregir.
―¿Y al final no los encontró?
―¡Sí, claro!, admite Elioenai entre risas.
La noche de la Novena José Antonio no sólo llevaba la partitura en las venas; también sabía de memoria el Himno a la Alegría y lo cantaba junto al coro, mientras giraba sobre el podio en las puntas de sus zapatos lustrados o saltaba cuando la música iba in crescendo. Aunque no habla alemán aprendió con un coach la pronunciación y el significado de cada verso; igual hace con las óperas, como cuando dirigió La Bohème de Giacomo Puccini o Cavalleria Rusticana.
―Él tiene un sabor dominicano que también me gusta. Su forma de sentir la música, como nos gusta aquí sentir la música, tiene un toque especial que yo creo que es importante, que todo director tiene, dependiendo de dónde viene, su sabor… auténtico―, cuenta doña Margarita, para quien el artista es también una persona entrañable… nunca olvida el momento en que salió de una cirugía de rodilla, hace unos diez años: cuando entraron a verla sus hijos, ahí estaba José Antonio, como un miembro más de su prole.
José Antonio es un aficionado de los carros deportivos ―preferiblemente negros, aunque su color favorito es el blanco―, del buen trago y de los animales. Desde que eran niños, él y su hermana Evangelina siempre tenían mascotas, pese a que ella es alérgica a los perros y a su madre no le gustan mucho. A Poochi ―un Cavalier King Charles Spaniel inglés― lo eligió para Arianna, pero se lo trajo de Miami cuando regresó al país. Era muy apegado a su hija y a Carolina, pero él es quien representaba la figura protectora cuando el cachorro sentía miedo.
Aquel lunes previo al concierto, Carolina lo llevó al veterinario, pero el diagnóstico esperaría hasta el jueves porque el entorno del Maestro Molina lo aísla de cualquier situación que turbe su paz en los días previos a una presentación. Él irá entrando en su trance sin saber que Poochi no está respondiendo bien a los antibióticos. Al día siguiente, mientras se sienta desbordado de felicidad por el éxito de su concierto, tendrá que lidiar también con la tristeza: el veterinario le dirá que lo mejor es «dormirlo». No se despedirá de su Puccini porque prefiere recordarlo alegre, con los ojos vivos y a sus pies mientras estaba en el piano.
―Yo veía en los ojos de Poochi la incondicionalidad de un amigo ―dirá José Antonio luego de asimilar el dolor―. Y me sentía totalmente invulnerable.
El ensayo final del último concierto del Maestro Molina en esta Temporada Sinfónica fue el mismo miércoles, hasta las 11:35 de la mañana. Nunca antes habían terminado la prueba en apenas hora y media, señal ―afirma José Antonio― de lo «bien montado» que está. Ahora se irá a casa, descansará toda la tarde y tomará una sopa de vegetales antes de volver al Teatro Nacional diez minutos antes del inicio.
A las 8:00 de la noche ya hay mucha gente en el lobby del Teatro. Dos niñas, con el programa de la Temporada Sinfónica en las manos, se hacen fotos con un móvil frente a un busto de Beethoven y una señora que parece ser su abuela, de pelo gris con un corte a lo garçon, se les acerca. Un fotógrafo toma algunos retratos de las tres y cada quien sigue su camino. A las 8:20 los asistentes empiezan a ocupar sus asientos en la Sala Carlos Piantini; los músicos se han ido organizando en el escenario. A las 8:40 José Antonio Molina y Jie Chen salen y empiezan a interpretar el Concierto no.2 para Piano y Orquesta de Rachmaninov. No es la primera vez que están los dos en el mismo escenario: ya han tocado juntos en una presentación con la Qatar Philharmonic, con la que José Antonio ha dirigido tres veces, la primera de ellas con Fantasía Merengue, su composición.
Cuando el conductor gira a ver a la concertista tocando sin partitura, sonríe. Jie ha ganado más de diez certámenes de prestigio, entre ellos los concursos internacionales de piano Van Cliburn, Paloma O’Shea y Arthur Rubinstein, el pianista que más admira el Maestro Molina. Al final de la noche ella le dirá que nadie la había dirigido de memoria en una pieza de Sergei Rachmaninov. A las 9:15 termina la primera parte y el auditorio despide a la concertista con un aplauso de casi dos minutos.
José Antonio Molina, de frac y zapatos brillantes, vuelve al escenario a las 9:32, tras el intermedio, y empiezan a tocar los Cuadros de una Exposición de Mussorgsky. En ocasiones va de un lado a otro en el podio como si estuviera contemplando una pintura, sus labios se mueven como el pico de un polluelo cantando o cierra el puño izquierdo como si llevara una linterna en la mano recorriendo las Catacumbas de París. Cuando entran los platillos da unos saltos sin perder la cadencia de sus movimientos y al terminar se queda unos segundos más de espalda para recuperar el aliento. Son las 10:02 de la noche y el Maestro sale del escenario para volver enseguida, hacer una reverencia, ir de nuevo al lateral izquierdo y regresar a agradecer las ovaciones de unos tres minutos de su público, que ya está de pie, hechizado.
―Cuando voy es como si Dios me llevara a dar un paseo por el cielo, infinito, porque me llena, me llena ―dice Josefina Miniño sin disimular su orgullo― ¿Y yo tuve este vientre con este niño que está ahí tocando?… Yo soy su primera admiradora… jamás pensé que iba a tener una cosa igual, un hijo tan virtuoso.
Al final del concierto Josefina va a verlo entre bastidores. «¡Mi hijo!», le dice, eufórica, y lo abraza con fuerza. A la salida del Teatro Nacional se ven en el cielo varios nubarrones y apenas se atisba alguna estrella. Es una noche cálida y húmeda de otoño y José Antonio irá a cenar con Carolina, Jie Chen y algunos músicos. Lo que suele ―y prefiere― hacer tras un concierto tardará un poco más: ir a casa, sentarse en el balcón y tomar un trago de Glenlivet con hielo mientras deja escapar al duende, aunque tenga que esperar los primeros colores de la aurora.